La puteadera terapéutica

La puteadera debería ser prescrita como un método de relajación más, no digo institucionalizarse con lo cual perdería ese sabor que da el moverse en los márgenes, sino reconocérsele su valor social fuera de las falsedades y las hipocresías. Quien no ha vomitado desde las entrañas de la ira o la frustración un ¡!hijuelagranputa!! y no ha sentido en el acto la liberación plena de la presión contenida, el fluir de un orgasmo verbal. Las “malas palabras” que tal vez por adjetivarse de malas son tan buenas, son un recurso de descompresión certero e infalible. Hace algunos años Fontanarrosa, este humorista gráfico argentino que falleció el año pasado reflexionaba en un congreso de la lengua sobre este tema:

“Yo como casi siempre hablo desde el desconocimiento, me pregunto por qué son malas las malas palabras, quién las define como tales y por qué […] ¿O es que acaso las malas palabras les pegan a las buenas? ¿Son malas porque son de mala calidad, cuando uno las pronuncia se deterioran?. (…). Yo pido que atendamos a la condición terapéutica de las malas palabras. Mi psicoanalista dice que es imprescindible para descargarse, para dejar de lado el estrés y todo ese tipo de cosas. Lo único que yo pido (no quiero hacer una teoría) es reconsiderar la situación de estas palabras. Pido una amnistía para la mayoría de ellas […] Integrémoslas al lenguaje, que las vamos a necesitar”.

Eduardo Dermardirossian recién escribió un elogio a la mala palabra, y reflexiona sobre el carácter de desigualdad de género que estas tienen. ¿Por qué mentar la madre y el resto de parentela femenina no tiene el mismo sabor que hacerlo con la descendencia paterna?. Más allá de estas reflexiones, creo que es tiempo dejar la falsa diplomacia de lado y darle el lugar que merecen a las malas palabras. Cuantas tragedias se podrían evitar si se usaran con mayor regularidad como válvula de escape al estrés de la postmodernidad.

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