
“Yo como casi siempre hablo desde el desconocimiento, me pregunto por qué son malas las malas palabras, quién las define como tales y por qué […] ¿O es que acaso las malas palabras les pegan a las buenas? ¿Son malas porque son de mala calidad, cuando uno las pronuncia se deterioran?. (…). Yo pido que atendamos a la condición terapéutica de las malas palabras. Mi psicoanalista dice que es imprescindible para descargarse, para dejar de lado el estrés y todo ese tipo de cosas. Lo único que yo pido (no quiero hacer una teoría) es reconsiderar la situación de estas palabras. Pido una amnistía para la mayoría de ellas […] Integrémoslas al lenguaje, que las vamos a necesitar”.
Eduardo Dermardirossian recién escribió un elogio a la mala palabra, y reflexiona sobre el carácter de desigualdad de género que estas tienen. ¿Por qué mentar la madre y el resto de parentela femenina no tiene el mismo sabor que hacerlo con la descendencia paterna?. Más allá de estas reflexiones, creo que es tiempo dejar la falsa diplomacia de lado y darle el lugar que merecen a las malas palabras. Cuantas tragedias se podrían evitar si se usaran con mayor regularidad como válvula de escape al estrés de la postmodernidad.
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